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Las vidas que caben en un Diego![]() Por Diego Carballido El de la entrevista en blanco y negro soñando con ganar un Mundial, el que se eleva entre los ingleses y logra filtrar con picardía una mano para el lado de la justicia, el de los excesos en algún boliche nocturno, el que no puede ni comprarse ropa en Nápoles porque la gente no lo deja caminar, el que llora porque le cortaron las piernas, el que desafía con un rifle en la mano a los periodistas que lo acechan en la puerta de su casa, el que denuncia, el que se besa en la boca con su mamá, el que comparte como propio el triunfo de cualquier argentino en el mundo, el gordo, el flaco, el de las frases atinadas. Hay tanto Diegos como años le tocó estar en el pedestal en el que todo un pueblo lo puso. Le decían “D10s” y él debía transitar su vida con la serenidad de un terrenal al que todo el mundo lo consideraba sobrenatural. Hizo lo que pudo. En muchos aspectos pudo haber decepcionado, sobre todo si revisamos sus tumultuosas relaciones personales en donde no siempre se comportó como muches hubiesen esperado. Pero Diego era así, lleno de contradicciones, como todes nosotres, calculo. Sin embargo, no sé si estamos en condiciones de balancear cierta coherencia en su conducta a la hora de pensar en todo lo que nos dio. Diego jugaba a la pelota, y adentro de una cancha regaló mucho más que una copa o algún campeonato. Se encargó de ensalzar un sentimiento colectivo que tocó las fibras más íntimas de nuestra argentinidad. Y sí, por estas latitudes, hacer proezas con una pelota es condición suficiente para ganarse el mote de ídolo de multitudes. Tal vez, en Islandia, Vietnam o Canadá, por nombrar algunos lugares recónditos, los méritos para el reconocimiento se consigan desde otras disciplinas deportivas o provengan de alguna rama del arte. Pero en esta región al sur del mapamundi las alegrías se escriben con goles. En nuestro país el sentido de lo colectivo y lo popular está atravesado por la delimitación de un campo de juego y no creo que sea un aspecto negativo, es lo que pudimos construir. Por supuesto que no quita que otros deportes en el último tiempo también vayan ganando terreno en el interés de las mayorías, o que haya artistas que llenen estadios y que su desaparición física también podría llegar a generar una gran conmoción. Pero con la muerte de Diego (y no hace falta ni poner su apellido) parece cerrar una etapa de construcción épica a través del fútbol que va a ser difícil de suplantar. Porque aún con sus contradicciones a cuestas, ha movido el amperímetro del sentimiento por las causas más nobles. Llenando de preguntas a muches que quieren amarlo por su desempeño adentro de una cancha, pero se resisten a elevarlo al pedestal por sus comportamientos afuera del campo de juego. Diego era así, pudiendo quedarse con sus trofeos durmiendo el sueño de los justos en la tranquilidad de una isla tropical, se mantuvo en el barro de las discusiones que eternamente nos han dividido. No tuvo ninguna necesidad de abrazarse con Fidel Castro o con la mayoría de los líderes populares latinoamericanos y, sin embargo, lo hizo. Nadie lo obligaba a opinar sobre los descalabros de la política argentina, metiéndose de lleno en la disputa de la grieta, con el riesgo de dañar su imagen de ídolo popular, y también lo hizo. Eso era Diego, directo, sin eufemismos ni metáforas: “Hay que ser muy cagón para no defender a los jubilados”. A partir de ahora, nace su leyenda y nos deja a todes con la responsabilidad de construir un mito que esté a la altura de su imagen. Dime quién te llora y te diré quién fuiste Al Diez le tocó irse de esta tierra en el medio de una pandemia. Si no hubiera sido así, de seguro estaríamos viendo las movilizaciones más grandes que este país tuvo en las últimas décadas. Sin embargo, el clamor por ver su féretro no pudo ser contenido por la amenaza de un virus que vino a robarse una parte de la esencia de nuestra idiosincrasia: el abrazo de despedida. Y no faltaron tampoco quienes a pesar de esta congoja multitudinaria no dimensionan lo que significa despedir a un ídolo popular, aún a riesgo de que eso signifique la posibilidad de contagiarse. ¿Será que para muches hacer el sacrificio de ver por última vez a Diego bajo la amenaza de una pandemia es un precio justo a pagar, a cambio de las alegrías que significó verlo dejar hasta la última gota de sudor adentro de una cancha? Dicen que las pasiones son así. Inexplicables, irracionales, inconvenientes, pero no dejan de ser saludables, por lo menos para quien escribe estas palabras. En un mundo que venera la salida individual como camino conveniente y único posible, las pasiones multitudinarias vienen a generar un verdadero dilema para quienes no logran comprender cómo alguien puede actuar en perjuicio personal en pos de un beneficio colectivo. Diego llegó a jugar con un tobillo hinchado como una pelota de tenis porque sabía que para muches, un triunfo adentro de la cancha, podía significar la única alegría que diera sentido a la adversidad que resulta para las clases desfavorecidas vivir en este suelo. Quienes no comprenden eso, no entendieron qué significa tener un ídolo de carne y hueso en este universo de injusticias. Alguien que se animó a soñar desde su marginalidad de origen, que no hizo de eso un discurso vacío y meritocrático, que sabía bien que no siempre sale el que quiere, por el simple hecho de soñarlo, sino el que a duras penas puede. Diego no tuvo nunca el cinismo de decirle a otres: ”Dale, si te esforzás, vas a poder gambetear a todos los ingleses que vos quieras”. Él sabía muy bien que sus condiciones lo llevaron adonde finalmente llegó, pero nunca se olvidó de su punto de partida. Esa Villa Fiorito, lugar del mito de origen, donde peleó para regalarle otro destino posible a su familia y que fue la cuna de la que nunca renegó. Al contrario, lo recordaba, a pesar de sus padecimientos, como un lugar donde conoció el cariño verdadero. |
Post date: 2020-11-27 12:52:08 Post date GMT: 2020-11-27 12:52:08 Post modified date: 2020-11-27 14:12:31 Post modified date GMT: 2020-11-27 14:12:31 |
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