Gárgolas de piedra

Por Loreley Flores Fotografía: Verónica Yáñez
Un domingo frío, como cualquier otro día de invierno, Elba se levantó temprano, agarró la bolsa de los mandados y compró todo lo que necesitaba para hacer la salsa casera que tanto le gustaba a su familia. Picó la cebollas mientras en la radio sonaba un bolero de Chico Novarro y con su palo de amasar comenzó a darle forma a los tallarines al huevo. Estaba un poco atrasada, quién sabe a qué hora comerían.
Sabía que un rato antes del mediodía llegaría su hija a cebarle unos mates, mientras mojaba a escondidas el pan en la salsa, a Elba antes le molestaba que lo hiciera, pero desde que su hija estaba embarazada se lo permitía. Hilda jugaba a engañar a su mamá y Elba fingía no verla. Era un pacto de complicidad entre ambas, un mimo.
Charlaban mucho, desde chica Hilda había preguntado todo y cuestionado más aún. Su mamá no era una persona muy instruida, pero leía y buscaba las respuestas para complacer a su pequeña investigadora, quería darle a su niña el estudio que ella no había recibido y repetía hasta el cansancio “La educación y los libros son las mejores “armas” para defenderse en la vida.”
Hoy cree que no se equivocó, que los equivocados fueron los otros, pero… si tan sólo le hubiese enseñado a Hilda a bordar, tejer y cocinar como le enseñaron a ella…sus ojos se llenan de lágrimas, sus manos desgastadas aprietan temblorosas el repasador a cuadros rojos.
Ese domingo el agua hervía, la salsa parecía un volcán en ebullición, la mesa estaba tendida pero Hilda no había llegado, Elba miraba por la ventana, impaciente.
Algo no estaba bien, “Hilda y Jorge —su compañero— nunca llegan tarde a los tallarines del domingo”, comentó Elba en voz alta.
Elba no sabía qué hacer, daba vueltas por la casa, intuía que algo no estaba bien. Abrió los cajones
del trinchante y revolvió en busca de la libretita verde donde ella anotaba el número de doña María,
la vecina de los chicos que tenía teléfono. Tenía también el de otro vecino, pero a él le molestaba
que llamaran a la hora del almuerzo o de la siesta. Doña María en cambio, estaba sola y tener que
avisarle a algún vecino que tenía un llamado era casi un paseo para ella.
—Viejo, voy al teléfono de la otra cuadra a llamar a los chicos, quedate acá por si llegan, ¡ah! y
decile a Hilda que tire los fideos al agua, ¡no sé a qué hora vamos a comer hoy!—protestó Elba-.
Intentó una y otra vez y nada: Doña María no contestó. Elba regresó a casa preocupada,
desorientada.
Hilda no había llegado. Nunca llegó.
Elba se abrigó y tomó un taxi hasta el departamento de “los chicos”. Antes de irse le recordó a su marido —Quedate por si llegan y decile a Hilda que tire los fideos al agua, ¡no sé a qué hora vamos a comer hoy! -repitió sin pensar realmente en la comida.
Siempre se preguntó por qué habían alquilado en un lugar tan lejano, quién les cuidaría el bebé cuando ellos estuvieran dando clases o en el laboratorio. Miraba el reloj del taxi y contaba las monedas. Los pensamientos iban y venían, la ciudad estaba desierta, gris, ¿triste?
—A mitad de cuadra por favor.
No había nadie en la calle, sin embargo Elba sentía que la observaban. Cruzó casi sin mirar, estaba preocupada. Atravesó el pasillo, gárgolas de piedra detrás de las cortinas la veían pasar, cómo habían visto todo.
Se acercó a la puerta entreabierta con miedo
– ¿Hilda? ¿Jorge?
Siguió caminando lento, no quería pensar que tal vez…NO.
-¿Chicos? ¿¿CHICOS??
El dolor se ahogó en su garganta, en su piel, en sus manos. Se estremeció su matriz.
Las lágrimas caían sin parar sobre los libros desparramados y rotos de su hija. Cayó de rodillas sobre la sangre que manchaba el piso. El dolor era incontenible; no sabía muy bien de que se trataba pero había escuchado hablar a Jorge de Sergio, Pablo y Lorena, que “se los habían llevado” y aún nadie sabía nada. Se habían esfumado.
Esto era irreal, no podían llevarse a su niña, no.
–No, no, no, no por favor Dios, no, no lo permitas no, no, no-repetía sin entender. Con sus manos intentaba juntar la sangre, borrarla, arrancarla. Lloró amarga y desconsoladamente. Lloró sola. Gritó y se preguntó una y mil veces ¿Por qué? ¿POR QUÉ? ¿POR QUE, PEDAZOS DE MIERDA?
Con la ferocidad de una leona a la que le atacan la cría, Elba se levantó ese día. Día tras día. Una y otra vez. Año tras año.
Recorrió hospitales, comisarías, juzgados, preguntó y preguntó a las gárgolas de piedra que lo habían visto todo. Habló con periodistas, habló, no dialogó, jamás dialogaban, ni ellos ni nadie. Por las noches trazaba el plan del día siguiente, lloraba y rezaba. Por las mañanas repetía la frase que se había quedado en su mente como un disco rayado, quizás con la esperanza de que se hiciera realidad —Viejo, quedate acá por si llegan los chicos…
El tampoco se quedaba, pero no se lo decía. Ella necesitaba saber que él estaba ahí, por si volvían. ¿Quién podría decir que Elba era peligrosa? ¿Quién podría imaginar que una mujer a punto de ser abuela tuvo que dejar su palo de amasar para golpear puertas que no se abrían, pedir respuestas a gente sin corazón, justicia a un país que miraba para otro lado? ¿Quién iba a decirle a Elba, que imaginaba envejecer tranquila, que iba a tener que gritar hasta quedarse sin voz, caminar hasta gastar sus talones, implorar, suplicar, llorar, llorar, llorar y sacar fuerzas de donde no hay, con la certeza de que ya no se puede perder nada más.
El palo de amasar quedó olvidado para siempre en un rincón de la casa, cerca de las agujas con las que tejía escarpines. Elba improvisó con un trozo de tela blanca un pañuelo, lo ajustó a su cabeza y comenzó a rodear una plaza pidiendo justicia, tratando de que alguna de las cámaras que habían venido de tantas partes del mundo a filmar el mundial, la ayudara. Con la voz quebrada, fue una de las que le dijo a ese camarógrafo que eran su última esperanza.
Las cámaras de Holanda se acercaron a ellas, las escucharon y las transmitieron a todo el mundo, implorando desbastadas —¡Ayúdennos, son nuestra última esperanza!– de nada sirvió.
Los derechos humanos no eran bienvenidos en nuestro amado país. Las personas desaparecían, las fuerzas que debían protegernos eran verdugos asesinos, “Libertad” era apenas el nombre de una avenida, la educación era destruida, las ideas perseguidas y el resto, mientras tanto, seguía mirando para otro lado orgullosos de nuestro “Mundialito”. Levantábamos la voz por algo realmente trascendente: ¡Ar-gen-tina! ¡Ar-gen-tina!
Pasaron los años, Elba fue maltratada, herida, le arrebataron a su hija, hicieron añicos su familia, le robaron su prole, la vejaron de las maneras más inhumanas, la siguen matando y torturando con una herida que no puede cerrar, no puede cicatrizar sin Hilda, sin Jorge y sin Leandrito.
A Elba, como a tantas otras madres desesperadas, le dimos la espalda.
Un país inmaduro las acusó de subversivas, guerrilleras, mujeres politizadas, las trató de “viejas de mierda”. Una sociedad egoísta, les dijo “¡bueno basta! ¿Cuánto tiempo más van a seguir con este cuentito? ¡Es hora de olvidar!”
¿HORA DE OLVIDAR? ¿Cómo podemos ser tan necios y egoístas? Les mataron al fruto de sus entrañas. Estas madres no buscaron salir en televisión. Elba sólo quería seguir preparando el almuerzo de los domingos para su familia y tejer escarpines a su nieto Leandro y, tal vez, a otros nietitos que vendrían después.
Pasaron más de cuarenta años y aún hoy busca, aún hoy espera, sueña, reza y llora.
Nunca pudo hacer un duelo. “Si no hay cuerpo no hay crimen” —le decían.
—Tampoco hay familia— contestaba ella.
Pero cada mañana y cada tarde de frío, de calor, de lluvia, de verano, de otoño, de invierno o de primavera Elba sale a buscarlos con su paso, cada vez más lento y cansado.
Antes de cerrar la puerta, se vuelve y repite:
—Viejo quedate acá …por si llegan los chicos.