Crónica de la ciudad ensangrentada

Por Lucas Paulinovich. Fotografía: Verónica Yañez.
Germán de los Santos -GD- y Hernán Lascano -HL- escribieron el libro que faltaba. Con la publicación de «Los Monos», editado por Sudamericana, el relato sobre las transformaciones de la ciudad en los últimos 20 años parece sumar una pieza decisiva. Una imagen alejada de la idea de la ciudad cosmopolita, multicultural y de una intensa vida cultural. La otra cara de la «ciudad para vivir» que, de forma siniestra, se fue haciendo notar hasta dejar cadáveres en pleno centro. Se trata de una crónica del auge y la decadencia de los Cantero; es también, una detallada secuencia de complicidades policiales, pactos judiciales, infiltraciones, baños de sangre, muertes desparramadas por la geografía urbana, sospechas sobre el poder político, enclaves empresariales ligados al lavado de activos y nuevos emprendimientos que redibujaron la fachada de Rosario. La ciudad inflada con el crecimiento económico y desmoronada entre tiroteos, venganzas y records de homicidios.
«Abordamos sucesos que han sido tratados en la prensa, no solo de Rosario –dice Lascano-. Lo que nos parecía interesante era tratar de organizar una historia que tiene la peculiaridad de ser actual y de generar miradas que van mucho más allá del funcionamiento de un pequeño grupo criminal poco sofisticado, como Los Monos, porque permite generar una mirada emergente sobre cómo funciona el sistema penal y cómo venía funcionando el sistema de justicia, el gobierno, la policía».
—¿Cómo contar esa historia tan actual y en movimiento?
—HL: Cuando planteamos cómo abordarlo, la respuesta nos llevó bastante tiempo, fueron varios viajes a la editorial en Buenos Aires. Lo que pensábamos era que de una historia que estaba en transcurso y era muy polémica, lo interesante, más que hacer una especie de una cronología, estaba en establecerla en base a nudos de problemas. Elegimos empezar contando el velorio del Pájaro –Claudio Cantero, líder de la banda asesinado a principio de 2013- porque ahí aparece un vínculo dispar entre una porción del barrio que a los Cantero les temía profundamente, con mucha razón porque produjeron mucho daño, pero al mismo tiempo, había gente que les tenía mucho afecto. Y ahí, estaba también el mundo del derecho, los abogados que los habían acompañado, pero también los de bandas de adversarios. En algún momento, ese día, se preguntaron sobre si era más riesgoso ir o no al velatorio. Ahí había un nudo fuerte para desplegar la historia.
—El libro es, además, un relato sobre las mutaciones que vivió Rosario en las últimas dos décadas con la violencia como centro de lo político.
—HL: Contamos los mecanismos de venganza y de autoridad que se generaron en las pequeñas organizaciones criminales, a partir de las revanchas que tomaron Los Monos después del crimen del Pájaro. Y también, cómo era la penetración con las fuerzas de seguridad, cómo éstas establecían mecanismos de cooperación a cambio de dinero y cómo era su sistema de inversiones. La gente estaba muy estremecida con la sangre, pero eso era para conseguir dinero. Hay un plano de la violencia que es el que más magnetismo genera, esa violencia está al servicio de un negocio crónico, y el excedente que se produce, que va a parar a emprendimientos legales, no genera el mismo escozor. La idea era buscar esos nudos de problemas: las relaciones con los jugadores de fútbol y con las hinchadas, cómo se veían los rituales y las fiestas que ellos hacían, cómo era la gravitación de las mujeres del grupo, las que, una vez que caen los varones más importantes, se hacen cargo del negocio. Y después, esta suerte de declinación en la que entran. Como esta es una historia compleja y en movimiento, para nosotros era interesante restituir las distintas voces que hablan.
—GD: Se trata de la convivencia del narcotráfico con la política y la policía; con el Estado, básicamente. Estas organizaciones van cambiando y el Estado, no. Esas relaciones quedan siempre bajo sospecha. Hay cosas que no se pueden explicar.
—La instalación de las cocinas generó una suerte de pequeña revolución industrial, ¿cómo se da esa transformación?
—GD: La cocaína venía lista desde Santa Cruz de la Sierra. Y ahí aparece un problema de costos, al servicio siempre de un negocio. Se achican los costos instalando las cocinas y trayendo la pasta base que es el eslabón anterior del clorhidrato final. Y a partir de eso, también se adapta el producto a ese mercado popular que abastecían Los Monos. Hubo un pacto con la policía para que no corra el paco, porque esas cocinas lo podrían haber vendido. Esa basura que queda nunca se vendió como ocurrió en el conurbano bonaerense. Después, esa cocaína fue a parar a los búnkeres con un sistema de ventas casi de 24 horas.
—¿Eso es una novedad de estos últimos años?
—HL: Antes el manejo era barrial y no restringido a las drogas. Cuando se instalaron las cocinas se produjeron dos efectos: una enorme disponibilidad de mercancía para vender y su abaratamiento. Lo que le permitió a Los Monos construir relaciones con otros grupos criminales semejantes: con estructuras monoparentales, vecinales. No hablamos de grandes mafias. Y se desplegaron en base a esas relaciones que se ven en las fotos de los distintos grupos en las fiestas. También se va viendo cómo este pasaje vino acompañado por un proceso, que fue general, de caída de un empleo más pleno, que no son lo mismo, pero son contemporáneos. Desde el 96 trabajo en temas policiales y siempre los policías dicen que se han perdido los códigos. Todo este fin del trabajo masivo trajo consigo una degradación de cómo organizar la vida material. Y creo que esta cuestión, donde las personas van generando enfrentamientos que pueden ser letales dentro del mismo barrio, tiene que ver con ese fenómeno, es un modo disvalioso de percibir al otro. Ese mundo no se está estudiando y es concomitante de este tipo de criminalidad.
—Hay una imagen que me parece paradigmática de la superposición de lo plebeyo con la gran riqueza tradicional: es la de Tete Turcutto invitando a la fiesta en el Lagos Garden, ¿cómo fue ese proceso de una familia marginal volviéndose multimillonaria?
—GD: No hubo un cruce total con la riqueza tradicional. En el libro hay una escucha de Monchi en la que dice que él no se halla en el centro. Acumulan mucho dinero, pero siguen en La Granada, porque ahí estaban las lealtades, ahí estaba la protección, estaba todo. Fuera de ese gueto no era lo mismo, por más que había complicidad con otros sectores. Andaban en un buen BMW o un Audi que compraban en el centro, pero ellos se quedaron en el barrio.
—HL: Hay una fuerte cuestión simbólica que tiene que ver con una mirada denigratoria de esa ciudad céntrica hacia los pibes de gorritas y bermudas anchas. Esto lo comentaban mucho los sumariantes, que tenían esa idea al peinar las escuchas, eso que mencionaba Germán de Monchi pidiéndole a Mariano Ruiz, que es su agente de negocios, el que les lava la plata, que no le alquile en el centro. Me parece que existe toda esa sensación de pertenencia, como que el centro los expulsa. Su dinero sí llega al centro, pero ellos no se conectan. A veces lo tocan, el Pájaro comía siempre en la zona de la estación fluvial, pero después se volvía.
—¿Cómo fue trabajar con materiales tan duros como las escuchas judiciales para construir un relato?
—GD: Eso fue muy interesante porque las intervenciones telefónicas, muchas veces, para la Justicia no representa nada, y para nosotros, como material periodístico, era muy valioso. Porque era darle a esa escucha, que era en una hora determinada, un contexto. Entonces, en las horas previas a un crimen, vos ya tenías cómo se iba preparando. Las de las horas después del crimen del Pájaro, cuando ellos están en el HECA, que todavía no saben si se murió o no, para nosotros fue un diamante, porque te permite contar algo que parece un diálogo de ficción, pero que es totalmente cierto. Y eso potencia mucho la narración.
—HL: Nos propusimos hacer un libro periodístico, ni historia ni literatura. Y nuestra pretensión era que estuviera lo mejor escrito posible. Yo trabaje 20 años con Osvaldo Aguirre, que prologa el libro, y él siempre señala que lo que vertebra una historia policial es el testimonio, los actos de habla. Y nosotros teníamos un asunto complejo, porque esta historia es muy polémica, todos están bajo sospecha. Yo fui editor bastante tiempo de policiales y lo que conversaba con los redactores era que, para mí, el cometido del periodismo policial no es contar la verdad, sino reflejar la controversia. Y nosotros tratamos de hacer eso, por ahí con distinciones, porque es un desafío escribir un libro entre dos personas. Pero fue central el tema de los testimonios, creo que eso es lo que tiene mayor potencia, lo que viene del nivel de la escucha. Es un desafío lograr verosimilitud en la cuestión del habla, hay mucho diálogo, de sensaciones de los personajes, y era muy importante no desvirtuarlo.
—GD: No hay opiniones tampoco. Esos diálogos son conversaciones, no hay un análisis del tema. No queríamos hacer un libro bajando línea. Es un tema tan controvertido que había que contar para que el lector después se acomode en la historia. Con eso era suficiente.
—¿Y de qué modo trabajar con esta historia en una ciudad donde hay cercanía con los actores involucrados? ¿Cómo cambia respecto al trabajo cotidiano?
—HL: Muchas veces hay pequeñas comunidades de abogados, policías, o de periodistas, que dan discusiones encarnizadas en un mosaico. Evidentemente, cuando elegimos contar la historia hicimos un recorte que tiene que ver con lo que más nos interesa, porque dejamos un montón de material afuera. Lo que sabemos es que es una historia fascinante, porque mezcla la criminalidad, la ambición de poder, el cruce entre lo legal y lo ilegal, situaciones de omisión o de deliberada falla, bordea la corrupción política. Sabíamos que iba a haber gente que se sentiría más o menos afectada, es inevitable. Pero queríamos contar a partir de los materiales que teníamos. Consultamos expedientes, documentos de gobierno, documentos policiales, pero además hicimos cientos de entrevistas que nos permitieron miradas muy plurales.
—GD: Fue importante estar siempre distante de la historia de Los Monos, porque es atractivo ese clan familiar que surge de la pobreza y escala en el mundo del delito, pero nosotros lo miramos con distancia. No nos interesaba hacer un anecdotario o un listado de leyendas. Queríamos contar una historia para acercarnos a este tema, y teníamos que separarnos un poco.
—¿Cómo evitar caer en la fascinación de la ficción?
—GD: Cuando hicimos ese esqueleto, ahí acordamos qué íbamos a contar. Tenía que tener acción, una crónica tiene que tenerla. Pero también tenía que tener cosas más profundas, lo que son los búnkeres, el lado económico, el contexto político, el tema judicial que estaba todo manchado. No nos quedamos solo en la acción tipo Netflix.
—HL: No queríamos hacer Butch Cassidy de esto. Al mismo tiempo, yo nunca tuve la idea de que Los Monos fueran el demonio. Son el emergente complejo de una sociedad que se los permitió, junto con otros grupos criminales de su estatura. Pero nadie es una sola cosa y a nosotros nos interesaba no ser maniqueos y desprendernos de esas posiciones paternalistas o de demonización. El Pájaro es ese tipo que la noche que va a morir le pide a la madre que le planche la camisa y le haga una milanesa. Y también es el que le dice a su abogado, perfectamente advertido, que se la venían a cobrar. Y eso tiene que ver con la criminalidad del grupo que él lideraba. Y eso no es invención, surge de la investigación periodística.
—Un libro tan actual para Rosario, tan propio, es editado en Buenos Aires. Pensándolo a la inversa, parecería que no hay muchos lugares para publicar acá una crónica como ésta.
—HL: Eso es una restricción. Muchas veces, uno no se lanza a hacerlo porque siente que los canales de distribución o de promoción no están estimulados. Para mí, la Editorial Municipal tiene algunos libros extraordinarios: el libro de Mario Castells, «El mosto y la queresa»; o una crónica como «Las hamacas de Firmat». O este fenómeno como es el libro de Taborda, «Las carnes se asan al aire libre», que es extraordinario, habla de Rosario, del río; es un hecho policial, y vuelve a ser reeditado porque Beatriz Sarlo lo alaba y vende una edición entera. Mi idea es que hay en Rosario un montón de campo propicio para la crónica periodística que podría surgir si hubiese un impulso editorial más fuerte. Nosotros tuvimos este golpe de suerte de que una editorial muy grande radicada en Buenos Aires, que es una multinacional, se interesara, pero vemos que funciona en otros lugares del país. Una historia local puede pegar en otros lugares. Y acá hay extraordinarios periodistas, narradores, en los diarios y fuera de ellos. Las secciones policiales de los diarios de Rosario son muy buenas, mucho mejor de lo que eran hace 20 años.
—GD: También marca que hay una necesidad de leer cosas que pasan acá. Es una historia bien local, pero que se puede transpolar a La Matanza o a Córdoba o a Mendoza. En torno a la crónica hay mucha masturbación. Hicimos algo con datos duros, con muchísima información. Hay una idea de que la crónica es algo que está de moda, vienen muchos escritores, como si fuera algo más tirado a la literatura que al periodismo. Nosotros hicimos algo puramente periodístico. Y creo que es la elección de los temas lo que hace al interés.
—¿De qué forma se plantearon el cierre del libro, hasta dónde contar?
—GD: Fue un tema eso, porque no lo podíamos cerrar. Lo habíamos hecho, y lo reabrimos porque nos parecía que faltaban algunas cosas más. Y después, decidimos ponerle un punto final. Porque con la cabeza periodística uno siempre está disconforme con la información que estás volcando, parece que estás perdiendo algo, que falta, da una sensación de vacío. Y también se mezclaba la ansiedad de cerrarlo, porque teníamos que ponerle un punto, que se fue postergando, hasta que lo entregamos. Es decir, bueno, la historia llega hasta acá, nosotros llegamos hasta acá. Nosotros le propusimos a Los Monos una entrevista para que al final esté su descargo, pero no la aceptaron. La ciudad sin ellos sigue igual. Lo cual marca que por más que caiga una banda, el universo criminal sigue siendo el mismo. En el caso del narcotráfico, la demanda sigue intacta o incluso en crecimiento. Lo que sí que no está es esa violencia casi teatral que aplicaron después de la muerte del Pájaro y que fue la que los llevó a la ruina. También hay otra paradoja: que estén presos no significa nada porque la causa federal que ellos tienen, que es la específica por tema de narcotráfico, se origina cuando estaban en la cárcel de Piñero.
—¿Y qué cambia con la declaración abierta de “guerra al narcotráfico”?
—HL: Esa declaración es una sobreactuación, no hay tal cosa. Genera un enorme rédito político al gobierno actualmente, pero básicamente todo sigue como está. Sigue poniéndose el acento en los procedimientos espectaculares, pero no en la intervención en los mercados delictivos. Y sobre todo en lo que es la esencia: el negocio, la producción, el excedente económico y la inversión. En el libro está escrito que a una organización criminal no se la voltea yendo sobre uno de sus delitos, sino yendo sobre lo económico, con embargos, decomisos. En tanto eso no sea lo principal, el negocio sigue.
—GD: Ahí hay como una continuidad entre el kirchnerismo y Cambiemos. La mayor puesta en escena de esto fue el 4 de abril de 2014, cuando aparecieron con la música de Apocalypse Now los helicópteros sobrevolando Rosario. ¿Cómo se mide el combate contra el narcotráfico? Ahora se lo está tabulando por cantidad de droga secuestrada. Sí, hay diez veces más. Pero uno de los que más secuestró droga en Santa Fe fue Hugo Tognoli, que está preso. No indica nada. Se detiene al chofer, pero las organizaciones siguen intactas.
—¿En el otro extremo del tubo cayó alguien?
HL: Por ahí tambaleó un poco algún actor del sistema político, pero no cayó nadie del sistema económico. Sí, hay algunos policías que van a juicios, que no son marginales, tienen cargos de conducción. Pero no mucho más.